LA MALCRIADA (OPERA INSOLENTE) Perla Zayas de Lima (para telondefondo. Revista de teoría y crítica teatral de la universidad de Buenos Aires)



Esta obra,  nominada a los ACE 2013 como mejor espectáculo de Café Concert, se reestrenó en agosto en  El Ópalo, sala inaugurada en abril del corriente año. Es este el primer  acierto: la elección de un pequeño espacio, pertinentemente equipado, que permite adecuada visión y audición por parte del público y la intimidad y contacto  que exige el género.  Precisamente este espacio optimiza  el despliegue de los escasos pero significativos objetos con los que la cantante entra en verdadero diálogo y el sentido envolvente de los textos en off. La malcriada  “opera insolente” ofrece interesante facetas para su análisis, sobre todo  en lo que se refiere al cruce de lenguajes y géneros, la elaboración de su guión-partitura, su calidad de  “arte-facto” y el excelente montaje.
La protagonista transita entre la transgresión y el perfecto dominio de los códigos del género operístico, una propuesta de música y humor que, en nuestro país, encuentra antecedentes en Miguel  Ángel  Rondano, quien en la tradición de humor dadá proponía una humorada sobre las óperas tradicionales, en el colectivo Les Luthiers para quienes la relación “entre la música y el humor tiene en la palabra su punto de  inflexión”[1]  y  Hugo  Varela,  quien “crea un lenguaje tan propio como sus instrumentos y genera asociaciones fónicas y sémicas”[2] . El humor  que propone  Díaz  Benavente opera con juego de apalabras, un permanente triángulo de miradas cómplices entre la cantante/actriz, el público y Damián Roger, el silencioso pianista acompañante, víctima de los arrebatos de la diva, los gags (el vestido que se ilumina como un árbol navideño al ritmo de la música, o el escote que explota y elimina los senos prominentes), la intertextualidad paródica de lenguajes versales, sonoros y gestuales. La dosis de desenfado, que le otorga potencia humorística certera (uno puede imaginarla como protagonista de la ópera buffa y los  divertidos intermezzi dramáticos  italianos como La  Serva  Padrona, de Pergolesi), convive con materiales operísticos que conforman una verdadera de lección de “estilos” de canonizadas arias para sopranos de óperas como La  Traviata, La  Flauta MágicaCarmenToscaRomeo y Julieta, Madame  Butterfly, Lucia de Lamermoor, entre otras.
Su voz se constituye en apropiado instrumento de seducción cada aria su cuerpo vibra como vibran los cuerpos de los espectadores, permeables  al flujo sonoro que los alcanza y envuelve. Como cantante, Díaz Benavente, domina todos los timbres asociados a la entonación según busca aumentar la distancia psíquica con el interlocutor, o propone confidencia, intimidad; o su voz concentra toda la fuerza física o revela la actitud reflexiva. Su timbre funciona como lo propone  Malcolm de Chazal,  como gesto voluntario y arquitectura[3]. Trabaja cuidadosamente el material musical y lo que se da a ver organizando equilibradamente la energía que proviene del dispositivo sonoro  y del interior del gesto.
Si bien nadie duda de que el espectáculo lírico está situado en una encrucijada de géneros diversos, tanto la autora como el director asumen riesgos al proponer una posible síntesis de lo popular y lo culto: aria y música de bailanta, ópera y café chantant. El  “Ave María” puede ser cantada al ritmo de cumbia. El elemento trágico de las partituras puede convivir con los gags físicos y verbales.
La autora declara en su comunicado  de prensa[4]
“No es más ni menos que una visión personal que tengo del rol del cantante de ópera donde, en un comienzo, una buena voz y posibilidades vocales pueden ser un gran puntapié pero luego se convierten en una condena si uno no sabe buscar su propio lenguaje como artista  La pregunta que intento formular es dónde está el límite entre un intérprete obediente y un artista con discurso propio”

Lo autorreferencial atraviesa todo el espectáculo: la falta de lógica de los libretos, la necesidad  de ser capaz de permanecer dentro del  personaje y poder  salir de él a partir de una ejecución crítica, parodia del “belcantismo”, ironías  sobre los tics  y debilidades de las divas, los alcances del virtuosismo. A  pesar de este desmontaje del mito la “insolencia” de esta obra  la perfección de su ejecución (una expresividad que domina la dirección del sonido, el encadenamiento de los sonidos,  la graduación  de la intensidad, el manejo del tempo y el ritmo) acaba reforzando decididamente el género operístico y la belleza de la música. También tiene cabida lo autobiográfico y confesional material de los sucesivos monólogos en el que analiza su relación con las exigencias del género, su conflictiva vida como mujer (de la infancia a la madurez), sus miedos o inseguridades como artista, los fracasos sentimentales. 
Jaime Kogan, quien dirigió piezas de teatro y óperas solía repetir en sus cursos “La ópera y el teatro se espían mutuamente”. La malcriada no hace sino confirmar esta opinión. Las arias teatralizan la voz, y la voz conduce de lo imaginario a lo simbólico, hace posible que lo visto se transforme en entendido y que el sonido  devenga imagen[5]. Los objetos narran: en lugar del teléfono blanco de las divas, un teléfono rojo en el que se anuncia un amor no correspondido;  la silla- escalera, el pájaro disecado revelador del artificio y la vieja valija que guarda los objetos de la actriz, remite a un género cercano al viejo varieté estructurado en secuencias unitarias que satirizaban mistificaciones y tabúes; la muñeca, como objeto mágico e inquietante, deja de verse como objeto manipulado y se impregna de todo lo que le pasa  al cuerpo de la actriz.
En este punto, hay que reconocer el talento del director Rodrigo Cárdenas, que apunta a construir un espectáculo sustentado en el equilibrio interpretativo con  los elementos sonoros y gestuales, y el arriesgado juego de combinar sucesivamente, presentación y representación.




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